Una mujer cuando acaba de quedarse soltera tiene dos opciones: aprovechar la paz y la tranquilidad de no tener al hijo no diagnosticado de alguien provocándole siete tipos de ansiedad por día, o ponerse los cascos, el blindaje, la mascarilla de oxígeno, e ir a la guerra. Yo, que no soy la reina de las buenas decisiones, pero que tampoco le tengo miedo a los obstáculos de la vida, elegí lo segundo. Lo que naturalmente me llevó a Tinder. Y a Hinge. Y a todas las apps de citas de las que tuve conocimiento.
Mi primera cita fue a un mes de estar soltera. Había empezado a hablar con el tipo en cuestión más o menos una semana antes. Se veía lindo en las únicas dos fotos donde aparecía apropiadamente, tenía unos buenos bíceps, un poco de barba y una cara de buen pibe de las que me suelen gustar. Parecía mucho más joven que los 38 que decía tener. Unos 32, quizás. La tercera foto era de él en un velero a kilómetros de distancia, y en la cuarta aparecía esquiando, red flags que deliberadamente decidí ignorar. Resulta que el tipo era extremadamente amable, me hablaba todos los días, y siempre que se desconectaba, me lo hacía saber en vez de dejarme sin respuesta por nueve horas seguidas. Tenía tantas ganas de conocerlo que yo misma le tiré una provocación en forma de chiste para que nos viéramos. Claro que funcionó. Quedamos de encontrarnos al día siguiente, a las cinco de la tarde, para ver la puesta del sol desde un rooftop en Passeig de Gràcia. Le pedí su WhatsApp para facilitar la comunicación, y luego de haberlo agregado e intercambiado algunas palabras, su foto de perfil seguía sin aparecer. No le di importancia al hecho.
Al día siguiente, mientras terminaba de prepararme para la cita, su foto finalmente apareció en WhatsApp junto con un mensaje avisando que llegaría unos 15 minutos tarde porque había mucho tráfico. En la foto, él aparecía de perfil y a una distancia que no me permitía evaluar bien su cara. Pero se notaba algo distinto de las que tenía en Tinder. Debe ser simplemente una mala foto, pensé, y salí con mi mejor look rumbo a la cita.
Cuando llegué a nuestro punto de encuentro, le escribí avisando que ya estaba ahí. A los dos minutos, responde diciendo que no me veía y procede a llamarme. Atiendo y me dice que está justo en el medio de la plaza, al lado de la salida del metro, con el brazo levantado. Y entonces lo veo. Imposible no verlo. Un poco temerosa, empecé a acercarme, y cuando finalmente mis ojos miopes enfocaron su cara, pude ver como sus lentes transitions terminaban de ponerse oscuros por completo.
No diré que las fotos que él había usado en Tinder no eran suyas. Lo eran. Es decir, de una versión suya que había dejado de existir hacía por lo menos cinco años. Pero eran suyas. Quizás su personalidad valga la pena, pensé, mientras lo saludaba con dos besos en la mejilla. Cuando giramos para dirigirnos al rooftop, mi primer reflejo fue agarrar mi celular, fingir que estaba leyendo algo en WhatsApp y enviar un audio a una persona cercana que estaba al tanto de aquella cita. “Mirá, no sé a qué hora voy a estar libre, pero no te pongas así. Te aviso cuando me esté por ir y nos encontramos en Sant Martí, ¿te parece?”.
Le conté al tipo una historia muy poco creíble sobre que la novia de mi mejor amigo lo había dejado hacía poco y estaba pasando por una situación complicada. “Él también estuvo cuando dejé a mi ex”, añadí, mientras seguía tipeando algo en WhatsApp sobre que el tipo no tenía nada que ver con las fotos. Fue cuando sentí su mano en mi espalda. “Te ayudo, así no te chocas con nadie”.
Llegamos al rooftop y pedimos cada uno una copa de vino rosado, que venían con un bowl de palomitas pochoclos, lo cual empezó a atacar con ganas desde el minuto uno. En media hora de charla descubrí que era heredero, vivía con los padres en una mansión de tres pisos en uno de esos pueblos chetos cercanos a Barcelona, que había vivido solo durante nada más que dos años de su vida y que luego se dio cuenta de que no valía la pena. También descubrí que le gustaban los deportes, pero nada de fútbol, tenis o pádel: vela y esquí, cómo no. En un determinado momento hasta intentó convencerme de que alguien había creado el mundo, porque era imposible que todo lo que vemos se haya desarrollado solo. Seguí con mi acting para nada obvio en el celular y después de la segunda copa de vino le dije que me tenía que ir. Ofrecí pagar mi parte de lo que consumimos, a lo que a él le pareció bastante razonable. Caminamos juntos por más o menos 5 minutos y nos despedimos. Nunca más volvimos a hablar.
Volviendo a casa, empecé a pensar que quizás las apps de citas habían sido una mala decisión. Estaba frustrada por haber perdido tiempo, gastado maquillaje, dinero y mi mejor look para ver a un tipo que, además de no tener nada que ver con sus fotos, parecía que iba vestido con ropas elegidas por su madre, con quien vive a los 38 años, claro. Me rindo, pensé.
Y así seguí por más o menos una semana, cuando, aburrida, volví a ejercitar mis dedos en Tinder. No podía permitir que una mala experiencia me privara de quizás conocer al nuevo amor de mi vida.
En el primer día de la vuelta a las apps, me aparece este otro tipo, que no era exactamente lindo, pero tenía una cara aceptable. Además, en su perfil había varias fotos que parecían legit y tenía sentido del humor: dos de ellas eran montajes suyos surfeando y escalando. Es decir, se estaba burlando del hombre promedio que habita las apps de citas, lo que me pareció bastante simpático. Luego de hablarle por unos días, demostró ser una persona interesante. Era gracioso, inteligente, y también bastante sensible. Otra vez, le pinché yo para que nos viéramos. Y otra vez funcionó. Me invitó a recorrer un fleamarket al mediodía de un día de semana, una idea bastante original, había que admitirlo.
Para mi satisfacción, la cita fue bastante bien. Terminamos comiendo sándwiches de atún ahí mismo en el mercado de pulgas. Él era exactamente lo que había demostrado, pero, además, estaba desempleado, de modo que decidí invitar yo el almuerzo. También era apenas unos pocos (¿3?) centímetros más alto que yo. Ningún problema para mí. Quedamos de vernos otra vez el sábado a la noche.
Las segundas citas son siempre las mejores. O eso creía yo por mis experiencias pasadas. Me dijo de irnos a una terraza que él conocía por el barrio del Eixample. Me hidraté el pelo, le hice onditas con la planchita, puse mi segundo mejor look, perfume y maquillaje, y una hora después me encontraba en una esquina ruidosa, sentada en la silla de plástico negra de uno de esos bares que ponen fotos de sus paellas de 12 euros y de sus bocadillos de jamón ibérico en la pared exterior. “No te gusta mucho este lugar, ¿no?”, me preguntó mientras tomábamos una caña. “La verdad es que me imaginaba otra cosa”, le respondí riendo. Conmovido con mi incomodidad, sugirió irnos a otro bar, que elegí yo.
Llegando al nuevo bar, ya mucho más cómoda, pedimos más cañas. Todo eran risas y diversión hasta que decidí contarle una anécdota: “¿Sabías que, para los latinos, los europeos tienen fama de oler mal? No tanto los españoles, creo que principalmente los franceses”. Espantado, me dijo que era la primera vez que escuchaba esto y que ellos, los europeos, tenían la misma impresión de los latinos. “¡Pero si nos bañamos todos los días! En Brasil incluso lo normal es bañarse más de una vez por día”, le dije. A lo que él responde: “Es que ducharse todos los días hace mal a la piel y al pelo, yo me ducho un día sí y otro no”.
Esperé el punchline, porque esto solo podía ser una broma. Unos segundos más tarde, sin embargo, su cara muy seria demostraba que no. No era una broma. Tardé unos 20 minutos en procesar la información, mientras comía papas fritas en silencio y lo escuchaba decirme intransigente por haberme sorprendido negativamente al tomar conocimiento de que el tipo con quien estaba teniendo una cita no se bañaba a diario.
De a poco fui recuperando mi estado normal y seguimos charlando, pero sentía que la información recibida me la había bajado un montón. ¿Hoy será el día sí o el día no?, pensé. Una duda genuina.
Él pagó la cuenta y le transferí la mitad ahí mismo, antes de que nos levantáramos. Al acompañarme hasta el metro, se detiene, acerca su mano abierta a mi cara y dice: “estírame un dedo”. Sin entender qué carajo estaba pasando, fruncí el ceño: “¿Qué?”. “¡Estírame un dedo! ¿No se dice así en Argentina?”. Entonces le estiré el dedo, total, él obviamente no se animaría a tanto.
Pues sí que se animó.
Acto seguido, el tipo se tira un ruidoso pedo.
Mi incredulidad era tanta que por unos largos segundos no supe cómo reaccionar. “¿Sabés que no nos vamos a ver nunca más, no?”, le dije muy tranquilamente en un determinado momento. “Depende de ti”, me responde. “Sí, exactamente”, me reí de modo sarcástico, “por eso lo digo”. Ofendido por mi intransigencia, me dice: “Ah, vale, esto es lo que sucede cuando uno es abierto y sincero”. Nos despedimos en la puerta de la estación de metro y no nos volvimos a hablar nunca más.
Esa misma noche, cuando llegué a casa, por un momento consideré otra vez retirarme definitivamente no solo de las apps de citas, sino de las citas en general. Pero luego se me ocurrió que podría seguir haciéndolo por la anécdota. Buscaría los perfiles con más chances de tener citas insólitas como las dos que había tenido en un lapso de dos semanas solamente para divertir a mis amigos. Pero antes, me tomaría unas vacaciones, me estaba por mudar y tenía muchas cosas sucediendo a la vez en mi vida, no podía dedicar mucho tiempo a esa nueva misión.
Finalmente, el día de la mudanza llegó. A la noche yo ya estaba hecha percha, pero aun así decidí salir para festejar. Solo me faltaría terminar de acomodar todas mis cosas en los días siguientes y volvería a buscar personajes para mi tragedia personal. Esa noche, sin embargo, terminé encontrando a uno que ya me había despertado interés hacía algunas semanas. Era una persona de la vida real, con la que había hablado algunas veces y, que por lo poco que conocía, me gustaba. No es el target de mi nuevo proyecto personal, pensé, pero tampoco estar un rato con una persona normal arruinaría completamente mis planes, podría volver a ello dentro de unas semanas.
Pero la cosa tuvo un giro inesperado.
Esa noche de sábado la pasamos muy bien en el bar donde nos encontramos casualmente, mucha química y posibilidades de que pudiéramos seguir pasándola bien también los días siguientes. Cómo estaba muy cansada por la mudanza, decidí irme a casa sola, a pesar de sus invitaciones para acompañarlo a la suya. Además, mis planes para el domingo eran seguir ordenando mis cosas en la casa nueva. Me desperté a la mañana con algo de resaca y le escribí por WhatsApp.
La respuesta llegó unas horas más tarde, en forma de audio. Resultaba entonces que mi tercera experiencia en el mercado de las citas no había estado salvada por el hecho de que yo ya conocía a la persona en cuestión. Pensaba que no podría haber sorpresas, pero, como siempre, estaba equivocada. Hubo sorpresas.
En el audio, él me explicaba que había pasado muy bien conmigo, pero que se sentía mal porque se había mandado una cagada. Estaba saliendo con una chica hacía un tiempo, pero ella estaba de viaje al exterior por algunas semanas y la cosa se le había ido de las manos la noche pasada. De esta forma, sin querer, terminé teniendo mi tercera cita insólita que no era para haber sido just for the plot. Así que gracias, Giacomo.
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