I’m glad my mom nunca esperó nada de mí

 Uno de los libros que más disfruté leyendo este año fue el de Jennette McCurdy, un memoir titulado I’m glad my mom died. No sabía absolutamente nada sobre la historia ni sobre la autora, que es una ex actriz infantil, pero, decime quién no querría leer un libro con ese nombre. Questión es que vi a dos personas mencionar el título el mismo día y en minutos ya estaba en posesión del e-book.

Ya en los primeros capítulos me di cuenta de que además de no haber oído hablar nunca antes de Jennette McCurdy, tampoco sentía ninguna identificación con la historia que estaba contando. Nada que impidiera de obsesionarme por completo, de abrir el libro en cada minuto libre que tenía y de terminarlo en tres días.

Jennette cuenta cómo su madre la obligó a seguir una carrera como actriz cuando solo tenía seis años y, además de haberla introducido en la anorexia, trató de mantenerla bajo control, básicamente impidiéndola de crecer e independizarse.

Escuchando algunas entrevistas con la autora, un tema que casi siempre se abordaba era la identificación que muchas personas sintieron con la historia. ¿Todas estas personas eran actrices o actores obligados por sus madres a trabajar a la edad de seis años? Obvio que no. Pero todas sentían que durante su infancia y adolescencia su misión en la tierra era hacer felices a sus madres. Sentían que sus madres depositaron en ellas la expectativa de algo que ellas mismas no tuvieron, esperando o incluso presionándolas para que lo cumplieran. Inconscientemente, estas personas crecieron sintiendo que necesitaban satisfacer los deseos de sus progenitoras y confundían los deseos de sus madres con sus propios deseos. Esto nunca me pasó.

Mi mamá nunca esperó nada de mí. No digo que esto sea bueno. Puede ser que en cierto momento de mi infancia ella simplemente me miró, sacudió la cabeza negativamente y concluyó que de todos modos esa niña no iba a resultar en nada. Creo que fue entonces cuando dejó de prepararme la merienda y tuve que pensar qué llevarme para el recreo del día siguiente. Mis amigas abrían sus tuppers sorprendidas —negativamente o positivamente, no importa— porque no tenían idea de lo que sus madres habían puesto dentro. De repente estaban allí, dos rebanadas de torta de bananas o cuatro galletas caseras hechas por la abuela. Yo no. Siempre supe exactamente qué esperar cuando abría mi tupperware.

Para no ser injusta, sí hubo un tiempo en que mi madre esperó algo de mí. Cuando cumplí 14 años, había perdido mucho peso, los aparatos finalmente habían empezado a posicionar mis dientes frontales correctamente y mi pelo rubio miel estaba larguísimo y brillante, por lo que ella decidió invertir en mí. En mi carrera de modelo. Me inscribió en el curso de Dilson Stein, un buscador de talentos que una vez al año iba a Santa Rosa con su curso para tratar de descubrir nuevas Gisele Bündchens y llenarse el culo de plata. Todas las preadolescentes y adolescentes de clase media en adelante hacían el curso de Dilson Stein, pero nunca se me ocurrió mencionarle esta posibilidad a mi mamá. No porque no quisiera, sino porque, además de tener un espejo en mi habitación, no tenía expectativas de que ella estuviera dispuesta a gastar dinero en eso. Ni siquiera me había puesto en clases de inglés, ballet o patinaje como lo hizo con mi hermana mayor.

Después del curso, mi madre no dejaba de sorprenderme. No solo pagó el book de fotos, que era opcional, sino que también pagó el tradicional viaje a São Paulo, donde todas las chicas que se tenían el book iban a visitar agencias de modelos. Todo esto para que meses después, cuando recibí una carta de una agencia llamada Setting Models queriendo contratarme, toda la familia llegara a la conclusión de que tal vez era un poco arriesgado enviar sola a una adolescente de 15 años a São Paulo a vivir en un apartamento con otras ocho aspirantes a modelos.

Después de este brote, las cosas volvieron a ser como antes. Mi mamá nunca quiso que estudiara medicina, que fuera flaca, que no tuviera granitos, que me depilara las piernas, que me hiciera las cejas. Simplemente no eran cosas que importaban. Estaba todo bien si me comía siete sándwiches en una tarde, y también estaba todo bien si hacía la dieta de los líquidos durante 48 horas. Estaba bien si los pelos de mis piernas eran lo suficientemente largos como para hacer trenzas, pero si le pedía una Gillette, ella me la traía. Tampoco importaba si mis uñas estaban hechas o no.

Y así terminé siendo una mujer adulta sin talento desarrollado, pero una mujer adulta que no siente que tiene que hacer nada.


PD. Hasta el día de hoy, nunca me he depilado (o rasurado) la pierna de la rodilla para arriba y no pienso hacerlo jamás.

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