martes, 5 de agosto de 2025

I see tetas everywhere

 Versão em português.

Hay un sentido común al que todas las brasileñas ya estamos acostumbradas, no solo al interactuar con extranjeros, sino incluso con nuestros propios paisanos: la idea de que nos encanta mostrar el cuerpo y que andamos prácticamente en bolas por todos lados. No estoy acá para negar esta percepción, sin embargo, ¿ya vieron las europeas? Sí, porque al lado de las europeas —o de las españolas, que son las que mejor conozco—, somos hasta bastante pudorosas.

Es cierto que, si comparamos a una española y a una brasileña caminando por la calle en verano, hay más probabilidades de que la segunda esté mostrando más sus carnes. Sin embargo, he frecuentado gimnasios tanto en Brasil como en Argentina, y el único lugar donde suelo ver tetas todos los días ha sido en Barcelona. Es más, no vi ni una sola teta en ninguno de los vestidores de los gimnasios que frecuenté en Brasil y Argentina.

Cuando digo “ver tetas”, quizás el lector esté pensando: “Bueno, son unos segundos para cambiarse, ¿qué van a hacer?”. Pero es que justamente no es así.

Yo no me cambio en el gimnasio, pero uso el vestidor para guardar cosas, ir al baño, mirarme en el espejo mientras me ato el pelo y poco más. Y en ese corto período de tiempo, he notado que hay en el ambiente cierto placer en mostrar las tetas. Las europeas están orgullosas de sus tetas y aprendieron que no pasa nada con exhibirlas libremente en espacios donde esto está permitido. Dicho esto, este es el orden de sus acciones al ingresar al vestidor luego de entrenar:

  1. Quitarse la remera y el top

  2. Abrir la taquilla y sacar sus cosas

  3. Sacar los productos de aseo de la mochila

  4. Responder a algunos mensajes por WhatsApp

  5. Quitarse la parte de abajo (incluyendo las zapatillas)

  6. Ir a la ducha

  7. Volver al vestidor

  8. Vestirse con la parte de abajo

  9. Hacer los siete pasos de su rutina de skincare

  10. Secarse el pelo

  11. Guardar todo en la mochila (menos la parte de arriba y las zapatillas)

  12. Ponerse las zapatillas

  13. Responder otros mensajes por WhatsApp

  14. Ponerse la parte de arriba

  15. Irse

¿Se dan cuenta de que entre sacarse el top y volver a ponerse la parte de arriba del atuendo van 13 etapas con las tetas completamente al aire?

Y también he visto variaciones, donde la mayoría de esas etapas son llevadas a cabo no solo con las tetas al aire, sino también con la chucha al aire. Algunas se sientan completamente en bolas en los bancos del vestidor y responden cómodamente a audios y mensajes en el celular.

Pasemos ahora a otro ambiente free titties en España: las playas. 

A esta altura todos sabemos que el topless está permitido en este país, mientras que en Brasil, la nación de las semidesnudas, esto podría hacer que una mujer termine dando un paseo rápido por la comisaría. Ahora bien, una cosa es saberlo y otra es tenerlo presente. Probablemente te acuerdes de esto recién cuando ya estiraste tu pareo sobre la arena y, al levantar la cabeza, tengas unos seis pezones femeninos apuntándote directamente.

Admito que esto hace que me sienta ridícula cada vez que me meto en el mar y una ola mueve un poco la parte de arriba de mi bikini. Lo acomodo a la velocidad de la luz porque god forbid que se vea un poquito más de piel.

También admito que un pensamiento intrusivo, y algo polémico, fue el que me motivó a escribir esto. Y si yo pensé en esta pelotudez, pues vos también vas a pensar.

Imaginate que sos de Latinoamérica y que ahora vivís en España. Con tu pareja. Tu pareja tiene un grupo de amigos y amigas del trabajo, con sus respectivas parejas, que los invitan a pasar un sábado en la playa. Ustedes se llevan bien, incluso ya habían salido juntos algunas veces. 

Ahora imaginate que ya llegaron todos: sombrilla puesta, reposeras abiertas, pareos sobre el piso... y ves que María, la de Recursos Humanos, decidió sacarse la parte de arriba del bikini y se acerca a agarrar una lata de cerveza de la heladerita. Pero ella no es la única: Laurita, la novia de Juan, el de Logística, la acompaña porque tampoco quiere las marquitas del bikini. Y solo a vos te parece raro que tanto vos como tu pareja estén viendo las tetas de María y de Laurita, siempre muy cerca de tu cara cada vez que se levantan para agarrar una birra. Es decir, solo a vos te parece raro que el lunes tu pareja vaya hasta el escritorio de María para solucionar un problema con el pago de sus horas extras sabiendo exactamente como lucen sus pezones. 

Nada, eso. Free the nipple.


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martes, 20 de mayo de 2025

De la soltería a la tragedia en dos citas y media

Una mujer cuando acaba de quedarse soltera tiene dos opciones: aprovechar la paz y la tranquilidad de no tener al hijo no diagnosticado de alguien provocándole siete tipos de ansiedad por día, o ponerse los cascos, el blindaje, la mascarilla de oxígeno, e ir a la guerra. Yo, que no soy la reina de las buenas decisiones, pero que tampoco le tengo miedo a los obstáculos de la vida, elegí lo segundo. Lo que naturalmente me llevó a Tinder. Y a Hinge. Y a todas las apps de citas de las que tuve conocimiento. 

Mi primera cita fue a un mes de estar soltera. Había empezado a hablar con el tipo en cuestión más o menos una semana antes. Se veía lindo en las únicas dos fotos donde aparecía apropiadamente, tenía unos buenos bíceps, un poco de barba y una cara de buen pibe de las que me suelen gustar. Parecía mucho más joven que los 38 que decía tener. Unos 32, quizás. La tercera foto era de él en un velero a kilómetros de distancia, y en la cuarta aparecía esquiando, red flags que deliberadamente decidí ignorar. Resulta que el tipo era extremadamente amable, me hablaba todos los días, y siempre que se desconectaba, me lo hacía saber en vez de dejarme sin respuesta por nueve horas seguidas. Tenía tantas ganas de conocerlo que yo misma le tiré una provocación en forma de chiste para que nos viéramos. Claro que funcionó. Quedamos de encontrarnos al día siguiente, a las cinco de la tarde, para ver la puesta del sol desde un rooftop en Passeig de Gràcia. Le pedí su WhatsApp para facilitar la comunicación, y luego de haberlo agregado e intercambiado algunas palabras, su foto de perfil seguía sin aparecer. No le di importancia al hecho.


Al día siguiente, mientras terminaba de prepararme para la cita, su foto finalmente apareció en WhatsApp junto con un mensaje avisando que llegaría unos 15 minutos tarde porque había mucho tráfico. En la foto, él aparecía de perfil y a una distancia que no me permitía evaluar bien su cara. Pero se notaba algo distinto de las que tenía en Tinder. Debe ser simplemente una mala foto, pensé, y salí con mi mejor look rumbo a la cita. 


Cuando llegué a nuestro punto de encuentro, le escribí avisando que ya estaba ahí. A los dos minutos, responde diciendo que no me veía y procede a llamarme. Atiendo y me dice que está justo en el medio de la plaza, al lado de la salida del metro, con el brazo levantado. Y entonces lo veo. Imposible no verlo. Un poco temerosa, empecé a acercarme, y cuando finalmente mis ojos miopes enfocaron su cara, pude ver como sus lentes transitions terminaban de ponerse oscuros por completo. 


No diré que las fotos que él había usado en Tinder no eran suyas. Lo eran. Es decir, de una versión suya que había dejado de existir hacía por lo menos cinco años. Pero eran suyas. Quizás su personalidad valga la pena, pensé, mientras lo saludaba con dos besos en la mejilla. Cuando giramos para dirigirnos al rooftop, mi primer reflejo fue agarrar mi celular, fingir que estaba leyendo algo en WhatsApp y enviar un audio a una persona cercana que estaba al tanto de aquella cita. “Mirá, no sé a qué hora voy a estar libre, pero no te pongas así. Te aviso cuando me esté por ir y nos encontramos en Sant Martí, ¿te parece?”.


Le conté al tipo una historia muy poco creíble sobre que la novia de mi mejor amigo lo había dejado hacía poco y estaba pasando por una situación complicada. “Él también estuvo cuando dejé a mi ex”, añadí, mientras seguía tipeando algo en WhatsApp sobre que el tipo no tenía nada que ver con las fotos. Fue cuando sentí su mano en mi espalda. “Te ayudo, así no te chocas con nadie”. 


Llegamos al rooftop y pedimos cada uno una copa de vino rosado, que venían con un bowl de palomitas pochoclos, lo cual empezó a atacar con ganas desde el minuto uno. En media hora de charla descubrí que era heredero, vivía con los padres en una mansión de tres pisos en uno de esos pueblos chetos cercanos a Barcelona, que había vivido solo durante nada más que dos años de su vida y que luego se dio cuenta de que no valía la pena. También descubrí que le gustaban los deportes, pero nada de fútbol, tenis o pádel: vela y esquí, cómo no. En un determinado momento hasta intentó convencerme de que alguien había creado el mundo, porque era imposible que todo lo que vemos se haya desarrollado solo. Seguí con mi acting para nada obvio en el celular y después de la segunda copa de vino le dije que me tenía que ir. Ofrecí pagar mi parte de lo que consumimos, a lo que a él le pareció bastante razonable. Caminamos juntos por más o menos 5 minutos y nos despedimos. Nunca más volvimos a hablar. 


Volviendo a casa, empecé a pensar que quizás las apps de citas habían sido una mala decisión. Estaba frustrada por haber perdido tiempo, gastado maquillaje, dinero y mi mejor look para ver a un tipo que, además de no tener nada que ver con sus fotos, parecía que iba vestido con ropas elegidas por su madre, con quien vive a los 38 años, claro. Me rindo, pensé. 


Y así seguí por más o menos una semana, cuando, aburrida, volví a ejercitar mis dedos en Tinder. No podía permitir que una mala experiencia me privara de quizás conocer al nuevo amor de mi vida. 


En el primer día de la vuelta a las apps, me aparece este otro tipo, que no era exactamente lindo, pero tenía una cara aceptable. Además, en su perfil había varias fotos que parecían legit y tenía sentido del humor: dos de ellas eran montajes suyos surfeando y escalando. Es decir, se estaba burlando del hombre promedio que habita las apps de citas, lo que me pareció bastante simpático. Luego de hablarle por unos días, demostró ser una persona interesante. Era gracioso, inteligente, y también bastante sensible. Otra vez, le pinché yo para que nos viéramos. Y otra vez funcionó. Me invitó a recorrer un fleamarket al mediodía de un día de semana, una idea bastante original, había que admitirlo.


Para mi satisfacción, la cita fue bastante bien. Terminamos comiendo sándwiches de atún ahí mismo en el mercado de pulgas. Él era exactamente lo que había demostrado, pero, además, estaba desempleado, de modo que decidí invitar yo el almuerzo. También era apenas unos pocos (¿3?) centímetros más alto que yo. Ningún problema para mí. Quedamos de vernos otra vez el sábado a la noche.


Las segundas citas son siempre las mejores. O eso creía yo por mis experiencias pasadas. Me dijo de irnos a una terraza que él conocía por el barrio del Eixample. Me hidraté el pelo, le hice onditas con la planchita, puse mi segundo mejor look, perfume y maquillaje, y una hora después me encontraba en una esquina ruidosa, sentada en la silla de plástico negra de uno de esos bares que ponen fotos de sus paellas de 12 euros y de sus bocadillos de jamón ibérico en la pared exterior. “No te gusta mucho este lugar, ¿no?”, me preguntó mientras tomábamos una caña. “La verdad es que me imaginaba otra cosa”, le respondí riendo. Conmovido con mi incomodidad, sugirió irnos a otro bar, que elegí yo. 


Llegando al nuevo bar, ya mucho más cómoda, pedimos más cañas. Todo eran risas y diversión hasta que decidí contarle una anécdota: “¿Sabías que, para los latinos, los europeos tienen fama de oler mal? No tanto los españoles, creo que principalmente los franceses”. Espantado, me dijo que era la primera vez que escuchaba esto y que ellos, los europeos, tenían la misma impresión de los latinos. “¡Pero si nos bañamos todos los días! En Brasil incluso lo normal es bañarse más de una vez por día”, le dije. A lo que él responde: “Es que ducharse todos los días hace mal a la piel y al pelo, yo me ducho un día sí y otro no”.


Esperé el punchline, porque esto solo podía ser una broma. Unos segundos más tarde, sin embargo, su cara muy seria demostraba que no. No era una broma. Tardé unos 20 minutos en procesar la información, mientras comía papas fritas en silencio y lo escuchaba decirme intransigente por haberme sorprendido negativamente al tomar conocimiento de que el tipo con quien estaba teniendo una cita no se bañaba a diario. 


De a poco fui recuperando mi estado normal y seguimos charlando, pero sentía que la información recibida me la había bajado un montón. ¿Hoy será el día sí o el día no?, pensé. Una duda genuina.


Él pagó la cuenta y le transferí la mitad ahí mismo, antes de que nos levantáramos. Al acompañarme hasta el metro, se detiene, acerca su mano abierta a mi cara y dice: “estírame un dedo”. Sin entender qué carajo estaba pasando, fruncí el ceño: “¿Qué?”. “¡Estírame un dedo! ¿No se dice así en Argentina?”. Entonces le estiré el dedo, total, él obviamente no se animaría a tanto.


Pues sí que se animó.


Acto seguido, el tipo se tira un ruidoso pedo. 


Mi incredulidad era tanta que por unos largos segundos no supe cómo reaccionar. “¿Sabés que no nos vamos a ver nunca más, no?”, le dije muy tranquilamente en un determinado momento. “Depende de ti”, me responde. “Sí, exactamente”, me reí de modo sarcástico, “por eso lo digo”. Ofendido por mi intransigencia, me dice: “Ah, vale, esto es lo que sucede cuando uno es abierto y sincero”. Nos despedimos en la puerta de la estación de metro y no nos volvimos a hablar nunca más.  


Esa misma noche, cuando llegué a casa, por un momento consideré otra vez retirarme definitivamente no solo de las apps de citas, sino de las citas en general. Pero luego se me ocurrió que podría seguir haciéndolo por la anécdota. Buscaría los perfiles con más chances de tener citas insólitas como las dos que había tenido en un lapso de dos semanas solamente para divertir a mis amigos. Pero antes, me tomaría unas vacaciones, me estaba por mudar y tenía muchas cosas sucediendo a la vez en mi vida, no podía dedicar mucho tiempo a esa nueva misión.


Finalmente, el día de la mudanza llegó. A la noche yo ya estaba hecha percha, pero aun así decidí salir para festejar. Solo me faltaría terminar de acomodar todas mis cosas en los días siguientes y volvería a buscar personajes para mi tragedia personal. Esa noche, sin embargo, terminé encontrando a uno que ya me había despertado interés hacía algunas semanas. Era una persona de la vida real, con la que había hablado algunas veces y, que por lo poco que conocía, me gustaba. No es el target de mi nuevo proyecto personal, pensé, pero tampoco estar un rato con una persona normal arruinaría completamente mis planes, podría volver a ello dentro de unas semanas.


Pero la cosa tuvo un giro inesperado.


Esa noche de sábado la pasamos muy bien en el bar donde nos encontramos casualmente, mucha química y posibilidades de que pudiéramos seguir pasándola bien también los días siguientes. Cómo estaba muy cansada por la mudanza, decidí irme a casa sola, a pesar de sus invitaciones para acompañarlo a la suya. Además, mis planes para el domingo eran seguir ordenando mis cosas en la casa nueva. Me desperté a la mañana con algo de resaca y le escribí por WhatsApp.


La respuesta llegó unas horas más tarde, en forma de audio. Resultaba entonces que mi tercera experiencia en el mercado de las citas no había estado salvada por el hecho de que yo ya conocía a la persona en cuestión. Pensaba que no podría haber sorpresas, pero, como siempre, estaba equivocada. Hubo sorpresas. 


En el audio, él me explicaba que había pasado muy bien conmigo, pero que se sentía mal porque se había mandado una cagada. Estaba saliendo con una chica hacía un tiempo, pero ella estaba de viaje al exterior por algunas semanas y la cosa se le había ido de las manos la noche pasada. De esta forma, sin querer, terminé teniendo mi tercera cita insólita que no era para haber sido just for the plot. Así que gracias, Giacomo.

sábado, 29 de marzo de 2025

¿Debería empezar a fumar?

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Tengo un balcón en mi propia habitación. Sí, ahora cada mañana cuando me despierto y abro las persianas venecianas que son tan viejas como este edificio (unos 100 años, arriesgaría decirlo), podría quedarme ahí en mi balconcito mientras tomo mi café. No lo hago por algunas razones: estuvo lloviendo durante casi todo el mes de marzo, todavía hace algo de frío y en frente a mi habitación hay un colegio con niños gritando como desquiciados todo el día. Y adultos por la noche. En mi último departamento en Buenos Aires me pasaba algo similar (no con el balcón, pues no había, pero sí con el colegio), así que es una tortura ya conocida. Pero se entiende que corta todo el clima, ¿no?

Mi tercer hogar en Barcelona está en el barrio de Sarriá-Sant Gervasi, pero me gusta decir que es Gràcia, no solo porque es mucho más cool vivir en Gràcia, sino porque efectivamente Gràcia está doblando la esquina. De los tres barrios en que viví, este es claramente mi favorito. Está entre el lío permanente del Eixample y el constante aburrimiento de La Verneda. Entre los brunchs llenos de guiris del Eixample y los cafés-bar fundados para operarios hace 45 años de La Verneda. 


Con la mudanza se fueron recuerdos y situaciones que me arruinaban la psiquis y de pronto empecé a reflexionar. ¿En cuántas casas más viviré en esta ciudad hasta que me hinche las pelotas y me vaya a vivir aislada en medio a los Pirineos? 


Sí, sí, muy lindo vivir en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo y tener todo a mano en dos segundos, ya lo sé. Pero cuando llegás al momento de tu vida en que tus búsquedas de Google son básicamente el precio de una inyección de bótox, de una cafetera y de un juego de sábanas de 300 hilos, lo siguiente solo puede ser alquileres en pueblos remotos de España. 


No sería nada muy distinto de lo que vengo haciendo toda mi vida, si lo pienso. Es decir, no mudarme a un pueblo remoto de España, sino hincharme las pelotas y decidir hacer algo completamente diferente. 


Mientras tanto, empezaré a disfrutar de la primavera, que creo que finalmente ha llegado a este país, para poder aprovechar mejor mi balcón sub alquilado, aunque sea en el silencio de las 10 de la noche, quizás con un Marlboro entre los dedos. Bueno, no. Si empiezo a fumar, el bótox tendrá que ser la prioridad, pero ahora lo que quiero realmente es una cafetera.


miércoles, 26 de febrero de 2025

Todavía extraño a mi ex

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Hoy se cumple un año desde que aterricé en El Prat y sentí por última vez ese dolor siniestro en la cervical que me acompañaba desde hacía meses. Fue justo después de que el avión tocara el suelo, cuando me levanté y agarré mi carry-on. Nunca más lo volví a sentir. Luego de haber estado más de dos meses padeciendo en Brasil, mi estado era una clase de euforia contenida por el cansancio. Era un lunes por la mañana, hacía un poco de frío y estaba soleado. Dentro del taxi que me llevaba hasta el departamento de la calle Bailén, los edificios de la Gran Via me llenaban los ojos y me hacían acordar a mi ex. Mi ex ciudad. Buenos Aires. 

Un año de Barcelona y tengo que admitirlo: aún la extraño.

Cuantas más ciudades conozco, más me convenzo de que no hay ninguna como Buenos Aires. Quizás haya ciudades más lindas, más seguras, más coquetas, más cosmopolitas, con más alternativas para gastar tu plata, pero ninguna es como Buenos Aires. Podría decir que Buenos Aires tiene ese je ne sais quoi, pero, dale, todos sabemos qué tiene Buenos Aires.

Buenos Aires tiene eso de que te vas una semana de vacaciones y no te querés volver de ahí jamás. Es un lugar que te abraza y te da todo. Incluso algo de sufrimiento, pero, en el fondo, la culpa no la tiene ella. También tiene eso de que llega un momento en que hay que saber dejarla ir. O irse de ella. Entregarse a otro lugar. En mi caso, Barcelona.

Para mí, Barcelona es como ese nuevo novio que es elegante, exitoso, estable mental y económicamente, vive solo en su propio departamento, tiene auto y ahorros, un partidazo. Pero un poco aburrido, incluso medio tibio. Se considera progresista, pero no le interesa mucho la política, y todos sus viajes fueron dentro de Europa. Le gusta volver a casa antes de la una, no suele exagerar con el alcohol y tampoco se arriesga con la comida callejera. Por cierto, le encanta el sushi.

Buenos Aires, en cambio, es ese ex medio tóxico que te volvió loca, que está más bueno que comer pollo con la mano, que te llevó a las mejores aventuras y te hizo vivir las mejores experiencias. Te trató mal algunas veces, te hizo llorar muchísimas más, te metió en varios quilombos y lo quisiste dejar mil veces. No tiene un peso en el bolsillo, pero te invita un choripán en la costanera y, cada tanto, amasa unas pizzas riquísimas. Hizo un mochilón por toda Latinoamérica y el sudeste asiático, y se involucra en todos los temas del momento.

Buenos Aires es fumar flores que tu amigo cultivó en la terraza. Barcelona es hacerte socio de un club de marihuana y comprar ahí unos prensados. A veces, hacerte socio sin querer. Dos veces. En dos clubes distintos. Puede pasar.

Un año después, estoy satisfecha con mi decisión, a pesar de que muy poco haya salido como planeado. 

Sí, porque al final, nuestro lugar en el mundo lo hacemos nosotros, no importa dónde sea ni qué cosas te ofrece. Hay que buscar lo que nos llena, como un kebab de pollo en el Born un jueves cerca de la medianoche.

viernes, 31 de enero de 2025

Enero

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Estaba acá tratando de controlar las pocas cosas que pueden ser controladas (el orden de la playlist Sad Songs, por ejemplo) mientras pensaba en la locura que fue mirar cómo todo a mi alrededor daba vueltas sin sentido. Este fue mi enero. Preguntas aparentemente sin respuestas y la certeza de que la vida es lo que quiere la vida, no lo que quiere una.

Un día estás debajo de una manta mirando la segunda temporada de Squid Game, brazos debidamente entrelazados, segura y satisfecha de que este es tu destino, y el otro estás en una fiesta de dancehall en Badalona con un rumano, un trinitense y un jamaiquino. 

Un día pasás 40 minutos batiendo crema con un tenedor, alcanzando el punto perfecto del chantilly para hacer un postre que no salió mal, y el otro estás comprando una entrada para el Primavera Sound Porto mientras balbucea “fuck it”.

En enero aprendí que los planes son solamente planes, algo que puede suceder si el universo así quiere. Y no hay nada que puedas hacer al respecto. También aprendí que quizás algunas preguntas realmente no tengan respuestas. Que tal vez sea esto y nada más. Aprendí que un día estás y el otro ya no. Así, en un parpadear de ojos. Un suspiro y lo que era ya no es más. 

Nunca me gustaron las preguntas sin respuestas. El “por qué” sin su “porque”. Entonces lo que hice a lo largo de este interminable mes fue crear mis propias respuestas. Y la verdad que tampoco me salió mal.

En enero taché lugares nuevos de mi lista y resignifiqué otros tantos, tiré a la basura un montón de cosas que no servían para nada e intenté hacer nuevos mejores amigos porque los viejos estaban muy ocupados (no funcionó). El virus que no perdonó a nadie en Barcelona tampoco me dejó ilesa y descubrí que no hay un límite de moco que nuestro pulmón puede llegar a producir en un mismo día. Caminé por los lugares más inhóspitos de Barcelona (¿o era Hospitalet?), reservé una significativa fracción de mis días solamente para mirar memes, consideré la posibilidad de enamorarme de un italiano, de un noruego y también de un vasco, superé mi récord de series vistas en tan solo 31 días y anduve en tranvía por primera vez. No se siente muy distinto de estar dentro de un bus, la verdad. 

No tengo la más puta idea de cómo será febrero, solo sé que será más corto y que cuando se termine, habré (sobre)vivido un mes más. Pero no sin antes haber puesto todas mis cosas en valijas otra vez.